Hace
más de veinte años que los reality shows forman parte de la programación
habitual de nuestro país. El 23 de abril del año 2000 se estrenó la primera
edición de Gran Hermano. Como puede apreciarse, tanto la fecha como su nombre poseen
connotaciones literarias innegables, y es que, en sus orígenes, el formato emanaba
cierta belleza artística (aunque solo fuese porque nos recordase a la dramática
historia de Truman). Lo único que ocurría en aquella casa era todo lo que
acontece en cualquier hogar. Pero aquel experimento sociológico enganchaba por el
desconocimiento que los concursantes tenían de lo que sucedía fuera de la casa,
lo que les hacía comportarse con naturalidad e ingenuidad. Los espectadores se
sentían identificados con ellos porque veían reflejadas sus conductas en
aquellos personajes que actuaban en una comedia sin saberlo. Era conscientes de
que estaban siendo grabados, pero no de la repercusión de sus palabras y sus
actos ni del modo en el que la audiencia estaba recibiendo aquellas escenas de
telerrealidad.
Por lo general, cuando algo comienza a producirse en masa se inicia, también, su decadencia. Después de aquella primera edición vinieron muchísimas más, no solo en aquel formato, sino en adaptaciones de todo tipo que huelga enumerar. ¿Por qué aquel programa que pretendía atraernos a la pantalla reflejando lo que somos se ha convertido en el producto más bajuno de la televisión? La respuesta es tan sencilla como inquietante: porque el espejo ahora ya no apunta hacia las personas reales, sino que son estas las que quieren emular lo que aparece en sus pantallas. Ya no se espera que los personajes de estos shows actúen como lo haría cualquiera de nosotros, son los espectadores los que ansían comportarse como si formaran parte de un inmenso reality que les observa, les juzga, les aplaude, les nomina. La cámara la aporta cada uno y el canal en el que se retransmite su vida se llama Facebook, Twitter o Instagram. Aquellos que no tienen cuenta en las redes sociales son tachados de invisibles. Quienes antes sentían empatía y cariño hacia un muchacho que se lavaba los dientes frente a un espejo ahora nadan como peces en el agua dentro de una inmensa pecera revestida de ojos, un Gran Hermano real y global. Es una lástima que ninguno se haya asomado a las páginas de Orwell.
Las imágenes que observamos en la pantalla nos resultan ideales, como si existieran en un mundo paralelo en el que sus habitantes rozan la perfección. Si gritan, es que hacen uso de su libertad de expresión; si faltan al respeto, es que poseen personalidades tan poderosas que sobrepasan su capacidad de contingencia; si hacen daño a quien les ama, es que su instinto es tan fuerte que no puede ser ignorado. El espectador acaba convenciéndose de que tan solo es el protagonista de una vida intrascedente y aburrida y acepta someterse al acoso y la aprobación de ojos extraños para aspirar a esa supuesta felicidad que observa en la pantalla. Muestra lo que hace, lo que come, lo que ama, como hacen sus ídolos pixelados. Alguno logra escapar del anonimato y convertirse en uno de ellos sin darse cuenta de que ha perdido la herramienta más preciada que tenía para lograr la tan ansiada felicidad: la privacidad.
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