Hace mucho tiempo que la literatura pasó de ser una actividad profunda y reflexiva a convertirse en una competición tanto entre lectores como entre escritores. Estos últimos quizá no tengan más remedio que retarse para obtener el número uno en la lista de ventas y la tan ansiada etiqueta de best seller. El entrenamiento para afrontar esta carrera de fondo no se centra en el cultivo de la prosa ni en la trascendencia de un mensaje, sino en otros parámetros antiartísticos que no es el momento de desgranar, no por temor a ofender a los autores que ahora venden libros como churros, sino porque en este partículo nos centraremos en la otra cara de la competición literaria actual: el pique entre los lectores por ver quién es capaz de leer más en menos tiempo.
El ejercicio de la lectura ha pasado por diversas fases en los últimos años. Hace décadas era una actividad reservada al intelectual, no porque se tratase de una acción elitista, sino porque, desgraciadamente, parte de la población era analfabeta. No obstante, resulta curioso y entrañable observar a aquellos ancianos que no tuvieron acceso a la educación durante su infancia y que tratan de recuperar ese tiempo perdido durante la vejez. Gracias a los centros de mayores y las aulas de la experiencia han podido procurarse la formación básica a la que todo adolescente tiene acceso en la actualidad. Lo que hoy es un derecho antes era un privilegio, y en dicho privilegio entraba el ejercicio de la lectura, para la cual no solo era necesaria la formación de la que hemos hablado, sino que requería de otro elemento del que carecía también la mayor parte de la población trabajadora: el tiempo. Dichoso aquel que disponía de las ganas y las horas necesarias para afrontar la lectura de un libro después de una dura y sacrificada jornada laboral. Algún listo (no pienso perder el tiempo en buscar un calificativo realmente apropiado para este tipo de individuos) dirá: «pues las mujeres no trabajaban, estaban todo el día en casa mientras los hombres se partían el lomo». No, la mayoría de las mujeres no trabajaba fuera de casa porque su jornada dentro de ellas era mucho más larga que la de cualquier hombre. Y punto.
Leer se convirtió en una actividad obligatoria e inspiradora para las nuevas generaciones, ya que un libro era, a la vez, un pasaporte para escapar de la miseria y aspirar a una vida más gratificante. Estudiar era una ocupación noble y respetable y todo aquel que obtenía un título universitario multiplicaba sus posibilidades de obtener un empleo cómodo y apacible. Pero la lectura seguía siendo una actividad de fondo: no se trataba de leer muchos libros en poco tiempo, sino de leer los adecuados en su momento y orden precisos.
En algún momento, el esfuerzo por comprender y asimilar un texto dejó de ser suficiente para optar a una vida mejor. El desencanto llevaría a muchos a creer que la lectura no era un alimento que debe digerirse, sino un elemento decorativo: una portada bonita que fotografiar, un dato más que aportar en una conversación, un nombre para añadir en una lista… Y así asistimos al nacimiento de un prototipo de falso intelectual que se presenta a sí mismo como un insaciable devorador de libros y registra en las redes sociales cada lectura que hace para que así el resto del mundo pueda admirarse de la velocidad con la que sus ojos persiguen las letras, línea tras línea. Su objetivo es leer una cantidad determinada de libros a la semana, al mes o al año. Por supuesto esta cantidad total debe quedar establecida de antemano para que los seguidores podamos asistir al vertiginoso progreso de su lectura: 11/50, 26/50, 35/50… Hay quien se preocupa de realizar una reseña de cada libro con el fin de demostrar que lo ha leído, como si un resumen de la historia demostrase que un texto se ha comprendido y asimilado. Dios me libre de juzgar la manera en la que cada uno se autocomplace, pero los medios que la sociedad inventa para sentirse feliz dicen mucho del estado de la misma.
«Cuanto más y más rápido, mejor» es la máxima que resume la decadencia de la literatura actual. Y para consumir muchos productos velozmente estos deben ser ligeros como una pluma, suaves como una miga de pan para que atraviesen miles de gargantas sin rasgarlas. La masa escribe y lee como pollos enjaulados sobrealimentados con granos sintéticos. Pero a toda masa se contrapone una resistencia y a ella pertenecen quienes abren un libro, aspiran su aroma, se entregan a sus párrafos y sienten el ritmo intrínseco de la historia, que es el que realmente impulsa la velocidad de la lectura. Qué fácil sería leer un relato de Borges si nos guiásemos solo por la cantidad de páginas que tienen, si apremiásemos a nuestros ojos para que siguieran avanzando aun dejando a nuestro cerebro muy por detrás de las palabras recorridas. Qué poco tardaríamos en leer los poemas de cualquier poeta si saltásemos de línea en línea sin detenernos a cada verso. Si leyésemos así, estaríamos cometiendo un tremendo error, pues estaríamos confundiendo el tocino con la velocidad.
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