Todos
tenemos la capacidad de sentir diversas emociones ante determinadas expresiones
artísticas. Una melodía, unos versos, unas imágenes… Cada cual posee un
inventario secreto o manifiesto de obras artísticas que le rozan el alma de un
modo u otro. No nos referimos al valor, la calidad o la trascendencia de dichas
obras, sino de su efecto en cada ser humano, de cómo el influjo secreto del
arte penetra a través de los poros, los párpados o las fosas nasales hasta
embriagar o sedar el espíritu.
Una prueba irrefutable de que el arte es nuestra segunda piel la aportan los medios de comunicación. ¿De qué se compone mayoritariamente su parrilla de programas? De arte, en sus múltiples vertientes. Lo que buscamos pulsando los botones de un mando a distancia es un producto artístico que nos deleite o entretenga de uno u otro modo. Quizás tan solo deseamos matar el tiempo, pero lo hacemos con una canción, una serie o una película. Le prestemos toda nuestra atención o lo mantengamos en un segundo plano, el arte es el fondo, el trasfondo y la superficie de nuestra existencia, es una herramienta invisible que se materializa justo cuando la necesitamos.
En un escenario como el que hemos descrito, aquel que se dedica a generar productos artísticos bien podría ocupar la cima del reconocimiento profesional. Y es cierto que como espectadores somos capaces de admirar las cualidades vocales de aquellos artistas desconocidos que pugnan por un hueco en la industria de la música en esos programas de audiciones a ciegas y botones rojos. Hasta los niños prodigio pueden dejarnos boquiabiertos cuando cantan, bailan o muestran un virtuosismo diabólico en los formatos dirigidos a la caza de talentos infantiles. Ni que decir tiene que nuestros artistas favoritos ocupan una posición privilegiada dentro del elenco de personajes ilustres de la sociedad. Esta idílica consideración del artista se trunca cuando un hijo, un amigo o un nieto nos dice: «Voy a estudiar música» y le respondemos: «¿Y qué más?».
De poco sirve que los estudios artísticos se hayan equiparado después de muchos años a los estudios universitarios. Igualmente inútil es que escuchemos al hijo del vecino pelear contra su instrumento para lograr un sonido menos desagradable. Ante el paso de las bandas de música obviamos la cantidad de horas invertidas por esos músicos, quienes, tanto en grupo como en solitario, han dedicado sus momentos de ocio a los ensayos, momentos en los que los demás descansamos o salimos a divertirnos. En esa película que adoramos y que hemos visto decenas de veces trabajaron cientos de personas, pero en aquella que despreciamos y tachamos de bodrio, también. Nuestros libros esconden entre sus tomos un océano de gomas de borrar y ese cuadro que alegra las paredes de la oficina no se pintó en una jornada de ocho horas. Queremos, esperamos, exigimos resultados, productos acabados realizados por los mejores, con la mayor dedicación y la máxima exquisitez posibles. Reservamos nuestro aplauso para el que pisa un escenario o aparece en la pantalla y nos erigimos jueces de la expresión artística. Pero, a la vez que hacemos todo ello, pulverizamos los ánimos del aspirante a artista con comentarios que florecen en un desierto de ignorancia.
¿Y si todos los artistas en potencia os hacen caso y estudian «una carrera de verdad»? Imaginad un mundo repleto de médicos, abogados, ingenieros… pero vacío de músicos, actores, escritores… Todo porque os hicieron caso, arrugaron sus disparatadas ilusiones y las lanzaron a la basura. Para qué dedicar tiempo a rasgar las cuerdas de una guitarra, hay que hacer algo de provecho; qué sentido tiene trazar líneas de colores en un cuaderno, más vale emplear esa capacidad en diseñar edificios; escribir versos desperdicia el papel, aprovechad el folio reciclado para la lista de la compra.
Si el arte no se basta a sí mismo, si no es suficiente para ocupar la vida académica y profesional de una persona, ¿por qué os resulta imprescindible para llenar las vuestras?
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