Durante las épocas decadentes surgen individuos mediocres. Esta aseveración no constituye novedad alguna, de hecho, ya hace un siglo que Ortega y Gasset describió el ascenso del hombre masa, el cual mantiene su hegemonía hasta nuestros días. No obstante, en la actualidad, de este emperador de lo vulgar han nacido un sinfín de perfiles deprimentes y variopintos, entre los que se encuentra el «creador de contenido».
Para desgranar a este espécimen comenzaremos por definir lo que es el contenido. Si consultamos la RAE, ninguna acepción nos llevará a inferir que se trate de un producto barato, rápido, excesivo, prescindible y producido en masa. El creador de contenido ni siquiera tiene por qué ser creativo, basta que tenga cuerpo o simplemente rostro, además de un dispositivo con el que grabar dicho cuerpo/rostro. Lo que salga de su boca es irrelevante, de hecho, si no habla, su contenido parece adquirir una cualidad extra, ya que se consume con menor esfuerzo aún: una imagen sensual, una cara radiante y sin imperfecciones, un look hípster, trendy, casual o cualquier vocablo inglés que suene cool… El creador de contenido trata de mostrar al usuario lo que este nunca podrá tener, ya sea en cuanto al físico, la economía, etc. Aun así, los seguidores lo aclaman y jalean pidiendo más contenido, como zombis hambrientos que se alimentan de comida podrida.
El creador de contenido nace del miedo y el rechazo al esfuerzo. Varias generaciones se han convencido de que realizar sacrificios y pasar por tormentos educativos es un mal evitable e innecesario, por lo que prefieren dedicarse a hacerse fotos o vídeos antes que a alimentar su alma, a educarse a sí mismos. Creen que hacen una contribución a la sociedad y algunos hasta esperan un reconocimiento. Ignoran el hecho de que su hipotética contribución provoca daños irreparables en las generaciones más jóvenes y vulnerables: les hace perder el tiempo, la vista y el oído, contamina sus almas vírgenes y cansadas, consumidas por el tedio diario, se alimenta de su incipiente hastío…
Los niños ahora quieren ser influencers (que podemos suponer que es otro vocablo inglés para designar a los creadores de contenido, aunque algún docto en la materia, que los habrá, porque los expertos surgen en todos los campos, será capaz de aportar matices que diferencien al influencer del creador de contenido). Esta es la prueba de que la mediocridad se ha convertido en profesión y de que personajes que habrían sido completamente ignorados sin la existencia de las redes sociales se hayan convertido en modelos para parte de la población. Ganar dinero por grabarse a uno mismo hablando debería estar reservado para quienes de verdad tengan algo que decir. Muchos pondréis el grito en el cielo tras esta afirmación con el argumento de que «todo el mundo tiene derecho a expresarse». Por supuesto, pero no es de eso de lo que estamos hablando. Las voces que merece la pena oír están silenciadas por esa marabunta de creadores de contenido que nos asedian en las redes día y noche. Hay quien sale de ellas tan pronto como entra y comprueba aterrado lo que se cuece en ellas, pero, lamentablemente, las redes sociales se han convertido en una herramienta prácticamente indispensable para mantenernos informados y conectados con la sociedad. ¿No resulta absurdo que para leer las declaraciones de un presidente del gobierno haya que acudir a Twitter? Aun así, algunos usuarios de las redes sociales son capaces de mantenerse ajenos e inmunes al influjo de los creadores de contenido. Navegar esquivándolos es tan imposible como necesario.
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