Cuando sales a pasear a Coco te gusta llevarlo suelto, la correa te resulta incómoda e inservible. Tu perro es tan noble y dócil que pasa de largo cuando te cruzas con una chica que coge en brazos a su Yorkshire.
–¡No hace nada! –le dices con una mezcla de broma y burla, ya que te resulta cómica la escena de ese perrito en miniatura ladrando inquieto desde los brazos de su dueña.
Ni siquiera te percatas de que una señora ha cruzado a la acera contraria para que el hocico de Coco no le husmee las pantorrillas. Ignoras el pánico que le producen los perros, quizás por una mala experiencia de juventud o tan solo porque existe una porción de población que siente aversión hacia ellos. Te convences de que a todo el mundo le gustan los peludos de cuatro patas y caminas feliz, sin reparar en que Coco riega troncos y portales y deja un regalito sólido en un rincón por el que nadie pasará… hasta cinco minutos más tarde, cuando ya estés tan lejos que no podrás comprobar cómo un crío recibe la reprimenda de su madre por no haber esquivado la caca a tiempo. Pero no te preocupes, la calle es tuya.
Por la tarde llegarás a casa con tanta ansia que aparcarás realizando la maniobra justa para acercar el vehículo a la acera. Te parece innecesario aproximarlo hasta el árbol, así está bien. Tú lo que quieres es llegar a casa, quitarte esos zapatos tan incómodos y darte una ducha. Ya estarás en el sofá cuando llegue tu vecino, que salió a trabajar por la mañana más temprano que tú, y que tendrá que reprimir el impulso de patear el retrovisor de tu coche al comprobar que el suyo no cabe porque no te apeteció ajustar el tuyo. Ni siquiera te diste cuenta de que en ese espacio cabían dos… O quizás sí, pero tenías el cerebro tan saturado que solo podías pensar en subir a casa. El vecino, derrotado, tendrá que dar varias vueltas a la manzana antes de rendirse a dejar su coche tres calles más abajo. Pero tú ya duermes plácidamente, porque la calle es tuya.
Cuando por fin llega el fin de semana puedes salir a tomar una caña. Sacas el coche del amplio aparcamiento después de arrojar al suelo esa recurrente nota de publicidad que te dejan en el parabrisas semana tras semana. Hay una papelera a quince metros, pero te están esperando tus amigos, para algo están los barrenderos. Irás a esa terraza que tanto te gusta y, nada más pedir la primera ronda, encenderás un cigarrillo. El humo exhalado viaja a través de las mesas atrayendo miradas de desaprobación hasta que minutos más tarde, un joven se te acerca y te pide educadamente que te alejes para fumar, pero no te gusta su semblante ni aceptas exigencias de nadie, menos aún de un desconocido. Replicas que estás al aire libre, que nadie puede prohibirte fumar y absorbes otra buena dosis de nicotina para reafirmarte en tu decisión de no apartarte. «Vivimos en un país libre, cada uno defiende sus intereses y sus libertades, en lugar de hacia delante parece que vamos hacia atrás», tus amigos te dan la razón y la velada prosigue sin preocupaciones, porque la calle es tuya.
Más tarde, llevarás a una amiga a su casa, pero seguís teniendo tantas ganas de charlar que paras un rato sobre la acerca en la que está su portal. Es temprano todavía y varios transeúntes tienen que sortear tu coche para poder pasar. Un matrimonio se ve obligado a circular por la calzada con su carrito de bebé y te dedican una serie de miradas asesinas que no llegas a divisar porque la conversación con tu amiga es realmente entretenida. Pero no te preocupes, la acera, la calzada y el aire son tuyos. ¿Quién podría molestarse por detalles tan insignificantes? Menuda tontería que alguien escriba un artículo sobre situaciones tan banales. Tienes derecho a que el mundo aguante estoicamente tus pequeñas licencias diarias. A fin de cuentas, el mundo es tuyo.
Si se te ocurre otra situación en la que alguien demuestre creerse dueño de la calle, deja un comentario. ¡Gracias!
Comentarios
Publicar un comentario