El ser humano entró en decadencia en el momento en el que consideró que la naturaleza es una imperfección que hay que corregir. Es cierto que, a veces, las consecuencias de lo natural son devastadoras, pero se suele decir que la naturaleza es sabia, aunque ya sabemos la credibilidad y atención que se les presta hoy en día a los sabios… Lo que nace y crece sin la intervención del hombre se convirtió en algún momento en una amenaza que hay que combatir, no permitimos que nuestro entorno o nuestro cuerpo sean autónomos y controlen por sí mismos sus propios procesos. Todos somos partícipes de esta manera de interactuar con el mundo, con el prójimo y con uno mismo, pero son las mujeres quienes viven más alienadas por esta actitud generalizada.
Existe una serie de reglas tácitas que regulan la apariencia y el aspecto de la mujer. En primer lugar, se sobreentiende que esta debe conservar su rostro impoluto. Algo tan pequeño como la tez puede ser el germen de una inacabable sarta de problemas: acné, vello, manchas, arrugas… Estos procesos suelen aglutinarse bajo el nombre de ‘imperfecciones’, como si los poros y la piel de la cara se hubiesen propuesto derrotar la autoestima de las féminas. Pero no es el cuerpo quien se encarga de bombardear la autoestima, sino las ideas, las opiniones y las convenciones que crea la sociedad alrededor del concepto de belleza. Y se da por sentado que la belleza es el ideal al que toda mujer debe aspirar… Esa ventana de nuestro cuerpo que es el rostro ya acapara un sinfín de preocupaciones innecesarias e inexistentes que atormentan a cada mujer desde que abre los ojos frente a un espejo cada mañana y vuelve a cerrarlos por la noche al acostarse.
De hombros hacia abajo no se reducen los problemas, sucede más bien lo contrario: los pechos deben ser generosos y bien formados, pero no deben llegar a ser desproporcionados y, en ningún caso, deben quedar descolgados del tronco, sino que deben mantenerse tiesos y firmes; a la tripa solo se le permite abultarse durante el embarazo (proceso durante el cual se modifican drásticamente las reglas que regulan el ideal de belleza femenino), la piel del vientre debe ser lisa; el tronco debe definirse en forma de guitarra, pero de manera sutil, sin que sobresalgan las ‘cartucheras’, cuyo nombre es mucho más desagradable que su apariencia real; las nalgas y los muslos no pueden contener estrías ni celulitis, etc., etc., etc. Si todo lo mencionado (y lo que ha faltado por mencionar) está «en orden», aún habrá que esforzarse por dotar a la piel de matices dorados, pues la palidez ofende a las miradas actuales (hace siglos, a un plebeyo se le reconocía precisamente por su piel tostada).
El cabello es un elemento que puede ser tratado aparte, ya que de él depende en gran parte la femineidad. Lo femenino no es más que aquello perteneciente a la mujer. La RAE recoge una segunda acepción que estropea por completo este concepto: «propio de la mujer o que posee características atribuidas a ella», y añade como aclaración lo siguiente: «gesto, vestuario femenino». ¿Cómo que «las características atribuidas a ella»? ¿Atribuidas por quién o por qué? ¿Por la sociedad, por Dios, por el Estado? La RAE no hace sino recoger el uso real de las palabras y, efectivamente, existen unas características específicas atribuidas a la mujer que nada tienen que ver con la naturaleza de la mujer. Y en este punto volvemos al cabello: para ser femenina, una mujer debe dejar crecer su melena (como si no fuese femenina por el mero hecho de ser mujer). El pelo corto se asocia con la no femineidad, es decir, con la masculinidad y, por ello, con una orientación homosexual (como si no existiesen hombres con el cabello corto que se sienten atraídos por otros hombres, o bien hombres de pelo largo a los que les gustan las mujeres). Como se puede apreciar, estamos ante otro cúmulo de incoherencias y sinsentidos que condicionan la vida de las mujeres. Y eso que, hasta ahora, solo hemos hablado del cuerpo femenino imaginado en su desnudez…
El vestuario genera un nuevo conjunto de normas que limitan la libertad de las mujeres. Se oye el pensamiento de algún lector diciendo: «no existe ninguna coacción referida al vestuario, hoy en día cualquiera puede ponerse lo que le parezca». Esta reflexión inmediata y audaz queda refutada de un plumazo con la visualización de cualquier celebración tradicional. Pensemos en una boda o un bautizo, una cena de Navidad, una fiesta… ¿Es realmente libre la mujer que acude a cualquiera de estos eventos? La reflexión anterior demuestra ser, en realidad, una irreflexión, pues la respuesta a esta pregunta es obvia: no. «Tampoco el hombre es libre para vestirse como quiera en estos casos», alegará el lector. Por supuesto que no, debe cumplir también con una serie de pautas absurdas: llevar traje y corbata, o chaleco y chaqué, etc. Pero en ningún caso el hombre es obligado a consentir la tortura que supone caminar sobre unos zapatos de tacón. «La mujer puede no llevar tacones», dirá el ávido lector, pero será juzgada por ello, alguien señalará que no los lleva y quedará desmarcada del resto por este hecho completamente anodino e insignificante. A nadie le interesa la conversación de esa mujer, si su sonrisa es sincera o fría, si su mirada transmite inocencia o frivolidad… El juicio que sobre ella se emita se ajustará exclusivamente al diseño, el color y la largura de su vestido, a la fisonomía y la altura de sus zapatos, a la voluptuosidad de su peinado y a la precisión y apariencia de su maquillaje. Podría no abrir la boca en toda la velada y ser la mejor valorada de toda la fiesta.
La mayoría de las mujeres no quieren formar parte de ese carnaval, pero son pocas las que lo manifiestan y muchas menos las que definitivamente se apartan de él. Estas últimas deben sostener las miradas de desaprobación que sus familiares y amigos les dedican cada día cuando su aspecto se aleja de lo que ven en carteles publicitarios y pantallas de televisión. Ellas intentan vivir al margen de esa enorme simulación que ensombrece las calles, por las que, en lugar de pasear personas, transitan avatares. Mientras tanto, el resto del mundo espera que el espejo les devuelva una ilusión, no una realidad. Porque «natural» es un adjetivo que casa con todo excepto con el cuerpo humano.
Existen muchos menos problemas de los que tanto hombres como mujeres tenemos. Es fácil enfrentarse al mundo: no hace falta más que refrescarse la cara cada mañana y prestar atención solamente a lo esencial.
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